Travesía del Atlántico a vela

He cruzado el Atlántico en velero y estoy muy feliz de estar de vuelta de esta aventura. Algunos me habéis preguntado por qué llevaba tanto tiempo desaparecido. Este el motivo: he cruzando el Atlántico a vela y eso lleva cierto tiempo. Déjame que te cuente.

Todo empezó el 23 de noviembre de 2015. Bueno, en realidad ese día zarpamos porque, para ser exactos, todo empezó un año antes, el 4 de octubre de 2014. Aquel día celebrábamos el cumpleaños de Josepe García y junto con Miguel Ángel Romero en una amena charla que evidentemente se nos fue de las manos, los tres empezamos a flirtear con la idea de cruzar el Atlántico… a vela.

El proyecto empezó a tomar forma y esa noche nos fuimos a casa con una idea que iría tomando forma los siguientes meses y es que zarparíamos de Canarias un año más tarde aprovechando el momento en el que los vientos son más favorables: noviembre. También acordamos que como ninguno de nosotros tenía experiencia previa cruzando el Atlántico contaríamos con la ayuda de alguien que ya hubiera afrontado esta travesía.

Y así fue como empezamos a preparar el viaje. Cruzar el Atlántico a vela es una de esas cosas que uno hace probablemente sólo una vez en la vida porque el riesgo, el coste, el aislamiento, el estar alejado y prácticamente incomunicado de la familia, los amigos y los negocios así como la prueba de resistencia física y psicológica que conlleva esta aventura la convierten en una experiencia de las que no se hacen todos los días.

Finalmente encontramos un patrón, Agustín, que tenía intención de cruzar con su velero de 15 metros de eslora el Atlántico y llegamos a un acuerdo para hacerlo junto a él y a su ayudante Miguel Ángel.

Aunque, si te soy sincero, te confieso que no fui ni medianamente consciente de lo que estaba haciendo hasta unos días antes de partir. 2015 ha sido un año intenso de experiencias en lo personal y en lo profesional así que el día a día no me permitió tomar mucha consciencia de la aventura a la que me iba a enfrentar.

Unas semanas antes empezamos a tomar decisiones sobre el viaje y sobre el material de seguridad adicional al del propio barco. Llevaríamos un par de radiobalizas, un teléfono satelital con cobertura mundial, silbatos… y así fue como empezamos a tomar consciencia del jaleo en el que nos habíamos metido. Yo llevo tiempo navegando con cierta frecuencia pero siempre costeando así que no tenía experiencia para afrontar un reto de estas características y entonces fue cuando empecé a tomar consciencia de que me iba a embarcar con dos amigos y dos completos desconocidos en un cascarón de 15 metros de eslora para recorrer unas 2.900 millas náuticas durante una cantidad indeterminada de días pero que probablemente estarían alrededor de las 3 semanas.

Y entonces fue cuando empecé a pensar en la dureza de los turnos de noche, en el peligro de estar a miles de kilómetros del hospital más cercano si algo llegaba a suceder, en la soledad rotunda del navegante y en general sobre cualquier cosa que pudiera salir mal que en el mar, y en concreto en mitad del Atlántico y a cientos de kilómetros de tierra, se trata de una lista para impresionar al marinero más aguerrido.

Unas semanas antes también empezamos a tomar las primeras decisiones sobre la alimentación. Entonces también me di cuenta de la dificultad que tendría la cuestión gastronómica para mi. Estoy acostumbrado a alimentarme fundamentalmente de frutas y verduras exclusivamente frescos y no disponer de estos alimentos transcurridos unos días supondría un verdadero reto. También unas semanas antes empecé a ser consciente del reto psicológico que supondría estar prácticamente incomunicado durante tanto tiempo, emocional y profesionalmente…

Finalmente el 23 de noviembre, día de mi cumpleaños, a las 12:30 salimos de Tenerife con la intención de llegar a Martinica unos 20 días después de navegación ininterrumpida si todo transcurría como esperábamos.

Los primeros días de Travesía del Atlántico…

Los primeros días de navegación encontramos un viento de fuerza 7 de unos 35 nudos que nos facilitó ir ganando latitud sur aunque también algo de oeste muy rápidamente, que era lo que queríamos ya que en una latitud de alrededor de 16º es donde con mayor seguridad encontraríamos los Alisios que nos impulsarían hasta al Caribe. Aunque precisamente esos vientos tan positivos para avanzar en la navegación dificultaron la habitabilidad a bordo las primeras jornadas.

Actividades tan sencillas como dormir se complicaban debido al constante movimiento del barco y había que encajonarse y apuntalarse con almohadas para que el constante bamboleo no te lanzase contra las paredes del camarote. Cepillarse los dientes o preparar una ensalada se convirtieron en una odisea que exigía planificación mental anticipada de los movimientos para prevenir un accidente. Con ese viento, las actividades cotidianas tomaban mucho más tiempo del normal y algo tan sencillo como cocinar exigía una atención extrema ya que el constante movimiento del barco hacían que el mínimo despiste pudiera acabar en tragedia. Afortunadamente, salvo algún susto de poca consideración, no pasó nada reseñable, lo cual es fantástico considerando que 5 personas habitamos un espacio tan pequeño durante tantos días seguidos.

En estas primeras jornadas por una parte me sentía alegre de tener un viento tan favorable pero por otra me preguntaba cuándo bajaría un poco el viento para poder vivir con algo de normalidad a bordo.

Estas primeros días tuvieron algo de inefable, algo que sobrecogía e impresionaba, tenían unas cifras que el cerebro no era capaz de procesar y que hacía que se quedase como el ordenador cuando se bloquea… pensando. Esos primeros días cuesta entender que estarás navegando unas 3 semanas sin parar, que dispones de una serie de litros de agua y ni uno más y lo mismo con el combustible pero sobre todo que quedaban más de 2800 millas para llegar al destino…

En estos primeros días me resultaron sobrecogedoras las guardias de noche rodeadas de una oscuridad sin precedentes y con un cielo con una cantidad de estrellas que no había tenido la ocasión de presenciar nunca. Era conmovedor estar en medio de la nada -literalmente- y solo ver estrellas al tiempo que el viento hace silbar la jarcia del barco durante horas.

Otra cuestión que me resultaba inevitable pensar en esas noches de oscuridad y soledad es que si yo o algún compañero caía por la borda las posibilidades de encontrar al naufrago, especialmente de noche, son, digámoslo así, muy muy limitadas y eso hace que en estas primeras guardias de noche el concepto de atención plena no fuera una teoría leída en un libro sino una realidad que experimentaba segundo a segundo.

Tener consciencia de muerte nos hace ligeramente más sabios. Saber que los vivos somos muertos de permiso nos inspira a tomar mejores decisiones y pensar que uno se encuentra a varios días de distancia del lugar más cercano me hizo tomar de nuevo consciencia de la fragilidad de nuestra vida y de la importancia de vivir cada momento en presente absoluto. Para mi vivir en presente absoluto es como estar en una especie de refugio donde nada malo puede suceder.

Por lo demás, pronto descubrí que navegar lejos de costa tiene mucho de rutinario y que es exactamente lo opuesto a la navegación costera. Navegar en medio del Atlántico tiene mucho de hacer todos los días lo mismo, de no perder la calma ni la atención, de llevarse bien con uno mismo porque por muy amena que sea la conversación -que en esta travesía lo ha sido especialmente- es inevitable pasar muchas horas en silencio y a solas contigo mismo.

En este sentido una travesía del Atlántico es un excelente entrenador de la mirada con atención plena. Hay muchos días en los que aparentemente no sucede nada reseñable. Y cada vez que tenía este pensamiento me recordaba a mi mismo que la realidad no está en el horizonte sino en los ojos. Todos los días pueden ser parecidos, pero son definitivamente diferentes. La consecuencia de carecer de entrenamiento para apreciar los pequeños detalles es que se puede terminar pensando que no ha sucedido nada. Cada día es una pequeña metáfora de la vida y sería doloroso llegar a un momento de nuestra vida en el que ante la pregunta “¿Qué ha pasado?” nos dijésemos a nosotros mismos que nada. Me pido entrenar la mirada para apreciar los pequeños detalles…

Días de calma en la Travesía del Atlántico…

Finalmente el viento acabó por amainar y eso empezó a hacer la vida a bordo más amigable. El velero seguía crujiendo con las embestidas de las olas y aunque a mi personalmente me impresionaba mucho estar en un cascarón que no paraba de crujir cada vez que una ola lo embestía lo cierto es que agradecí terriblemente que el viento nos diera un poco de tregua para cocinar algo más elaborado o para poder, al fin, dormir algunas horas seguidas. Pasados 4 días conseguí dormir, quizá ya por agotamiento, algunas horas seguidas y fueron especialmente reponedoras. Al bajar el viento la sensación térmica de frío también remitió y eso fue algo que agradecí enormemente.

Ya transcurrida una semana me pasó algo que no me había pasado jamás y es que me cansé de leer… Sorprendentemente, y no olvidaré el momento nunca, hubo una tarde en la que me cansé de leer. Estaba desconcertado: jamás había pensado que algo así fuera posible pero tras una semana leyendo a destajo hubo un momento en el que me cansé. En travesía se dispone de mucho tiempo para casi todo y eso incluye leer así que aunque la selección de libros que lleve fue excelente, lo cierto es que aquella tarde cerré el Ipad y me dediqué a contemplar el atardecer y luego el cielo negro estrellado y a estar así, en silencio, durante horas… Algo a lo que le iría cogiendo el gusto durante la travesía.

Siempre había sabido que una de las consecuencias inevitables de la soledad era cierto grado de sabiduría. Ahora también he aprendido que no hacer nada en esos momentos de soledad acelera el proceso de aprendizaje de la única asignatura que hay que aprobar de manera inequívoca: uno mismo y en este sentido la Travesía Atlántica ha sido un gran maestro.

Finalmente el viento amainó del todo y nos quedamos en una de las peores situaciones posibles cruzando el Atlántico: una encalmada casi total con un viento que no nos permitía apenas movernos. La ausencia de viento hizo que tuviéramos que encender el motor para seguir ganando latitud sur donde con mayor probabilidad encontraríamos los deseados Alisios. Sin embargo, cuando se cruza el Atlántico lo ideal es no usar el motor o usarlo lo menos posible… A cambio, estos días el confort a bordo se incrementó y empezó a ser posible hacer algo de vida estándar dentro del velero aunque, eso sí, con el afectuoso susurro de un motor diesel sonando las 24 horas del día.

Llevábamos ya mucho días navegando y al mirar alrededor y no ver ningún barco día tras día recuerdo que tenía la sensación permanente de ser como una especie de delegación de la civilización en medio de la nada. Un día, de hecho, vimos un velero y nos lanzamos a la radio a entablar conversación con la otra embarcación. La sensación de soledad tras días y días de no ver a nadie es inmensa. La sensación es permanentemente la de ser un astronauta.

Ver aquel barco fue todo un acontecimiento que nos alejó de nuestros quehaceres durante media hora larga. Esto también sucedía cuando veíamos un pájaro y esto nos distraía a cada uno de sus actividades… cuando un objeto en el radar, que finalmente es un ola alta, capta la energía de toda la tripulación por minutos te puedes hacer una idea de que el verdadero reto es que en el medio del Océano suceden pocas cosas… Así que muchos días pensaba que ojalá pudiéramos conservar y mantener esta ilusión ante cualquier acontecimiento durante toda la vida para poder disfrutar de cada momento de forma extraordinaria. Me temo que no es tanto lo que pasa sino la actitud con la que nos enfrentamos a lo que pasa. Me gustaría gozar de un poder omnímodo para gozar de esta habilidad en cada momento, también fuera del barco.

Aquellos días tenía algo de inquietante mirar el plotter y no ver tierra en cientos de millas, mirar el radar y no ver ninguna embarcación en decenas de millas, mirar la sonda y tener 5.000 metros de agua bajo tus pies, mirar la carta y observar atónito como aún nos quedaban por delante cientos y cientos de millas de navegación, recordar cuándo fue la última vez que nos cruzamos con alguien y tener problemas para recordarlo porque son datos que el cerebro no puede entender. Aún así tomábamos cada día el desayuno como si nada. Lo que te digo: inquietante.

Algo que no puedo dejar de mencionar es la primera ducha que nos dimos transcurridos unos días [Por favor, no preguntes cuántos porque no responderé] que me pareció la mejor ducha del mundo… Navegar en medio de la nada exige una planificación de los recursos alimenticios pero sobre todo hídricos muy severa así que la ducha se convierte en un lujo del que sólo se puede disfrutar cuando la situación verdaderamente lo requiere… y aquel día lo requería. ¡Aquella ducha fue la mejor ducha del mundo de las mejores duchas del mundo!

Cada noche seguía haciendo guardia con mi amigo Josepe y aunque la mayoría de ellas charlábamos amparados por la intimidad que proporcionaba ese manto de estrellas inconcebible, alguna noche, si el viento nos lo permitía, también aprovechábamos para poner el ordenador con alguna película y esa sensación de disfrutar de un cine de verano a miles de millas de tierra mientras el viento nos mecía y nos hacía avanzar sin interrupción era algo insólito. Pero en esencia, 19 noches después parecíamos el confesor oficial el uno del otro… 19 noches dan para mucho. También para simplemente estar, en silencio, disfrutando de la compañía y del momento mirando el horizonte azabache.

Pero uno de los mejores momentos del día era el momento de llamar a casa a Madrid y aunque fueran sólo unos minutos al final del día era un momento delicioso, como ese bocado que te dejas para el final en el plato porque es el que más te gusta y quieres acabar la comida con ese regusto, pues así era ese último momento de zapatófono [tendrías que verlo; a simple vista no se sabía si era un teléfono satelital o una caja de herramientas].

Otro momento para recordar es el de las 300 millas. A más de 300 millas Salvamento marítimo no presta ayuda de manera directa. Dicho de otro modo: si alguna catástrofe sucediera, te prestaría ayuda algún barco que pase por la zona y con el que pudieran contactar. Para que te hagas una idea, en 19 días navegando nos hemos cruzado con un barco de transporte de mercancías del tipo de los que no podrían ayudar y con unos 5 o 6 veleros así que el momento 300 millas fue reseñable. Había una frase que repetíamos mucho a partir de ese momento que era… ¿Te das cuenta de que estamos en medio de la nada?

Segunda mitad de la Travesía del Atlántico…

Los días seguían pasando y llegamos a la mitad de la travesía y para celebrarlo hicimos una fiesta el mismo día que pasamos la longitud 37,5º lo que suponía además que había que retrasar el reloj una hora más: ahora eran 3 horas menos respecto a Madrid. Estos días tuve la tentación de ponerme a trabajar en mi próximo libro pero aunque lo hice un par de jornadas lo cierto es que el continuo movimiento hacían el trabajo algo agotador así que finalmente opté por dedicar mis horas libres a continuar con la orgía literaria de las últimas jornadas y a disfrutar de la charla y del silencio.

La rutina lo invadía todo. Cada día empezaba a ser una fotocopia del día anterior. El viento acabó por subir cuando llegamos aproximadamente a una latitud 17º y una longitud 30º y eso era buena noticia porque significaba que estábamos siendo finalmente empujados por los Alisios que nos llevarían directos a Martinica, nuestro destino. Conseguimos una previsión meteorológica y nos daba una previsión de viento constante de 15 o 20 nudos de varios días lo cual era una excelente noticia.

Pero no todo eran buenas noticias, pasados los primeros 10 o 12 días mi cuerpo empezó a notar la debilidad causada por una alimentación deficitaria, pero finalmente con reservas de ajo, cebolla, naranjas, arroz, algo de pasta, alguna lata y mucha creatividad conseguí sobreponerme del bache pero lo cierto es que nunca había sentido tanta debilidad física y la sensación a más de mil millas de tierra no me acababa de gustar.

Algo que tomé por costumbre desde el segundo día de travesía fue ver atardecer cada día. De hecho me hice una colección de los atardeceres del viaje. Ver atardecer es algo que me gusta hacer en mi día a día siempre que puedo, desde casa o desde un parque, pero en el barco lo hice con una fe y dedicación religiosas y hubo un par de atardeceres, ya en el último tercio de la travesía en los que me fui al balcón de proa a ver atardecer con Bonobó sonando en los cascos a todo volumen y en ese momento, sin prisas y sin expectativas, con la brisa marina en la cara, sabiendo que la travesía estaba dando a su fin, y con las olas acariciando dulce y acompasadamente la proa del barco, sólo estando y disfrutando del momento, fui, simplemente y llanamente, feliz…

Los últimos días de travesía fueron muy tranquilos y con un viento muy favorable. De hecho, atangonamos la trinqueta y el genova y con ello navegamos prácticamente el último tercio de la travesía sin ningún cambio en las velas, lo cual nos ofreció una navegación muy cómoda.

Un viaje en barco es como el viaje de la vida. A veces sabemos que el destino está lejos y eso nos descorazona. Sin embargo cuando cada día se camina un poco, el objetivo se va acercando cada vez más y llega un momento en el que es inminente su llegada. Y así, de repente, llegó un día en el que empezamos a hacer cálculos de cuándo llegaríamos con un margen de error de medio día arriba o abajo. Y a mi me parecía que hacía dos días desde que habíamos salido de Tenerife…

Llegando a Martinica tras cruzar el Atlántico a vela…

Finalmente, tras 19 noches de navegación teníamos previsto llegar a Martinica por la mañana… Aquella noche terminé guardia a las 02:00 y me fui a mi camarote a descansar un poco pero a las 06:00 ya estaba despierto como un niño el día de Reyes así que salí de un brinco del camarote y subí a cubierta a preguntar si ya se veía tierra y así era… Detrás de un fino manto de lluvia a estribor se veían, por primera vez en 20 días, unas pequeñas luces naranjas… Era Martinica. Me quedé en silencio, asomado, maravillado… y allí me volví a acordar de Colón y de todos los conquistadores, de todos los marinos del mundo cuando ven tierra, de lo afortunados que habíamos sido… ¡Lo habíamos logrado! Pero como en el barco todo marcha a otra velocidad esa distancia serían otras dos o tres horas de navegación hasta llegar a puerto así que regresé a la cama a dormir una hora más porque quería ver amanecer con Martinica al fondo.

Y a las 06:59, un minuto antes de que sonase el despertador, una música preciosa me despertó… Estaba empezando a clarear y en cubierta Miguel Ángel puso un temazo que no olvidaré nunca para celebrar juntos ese momento en el que ya se veía Martinica y en el que el cielo empezaba a clarear. No puedo describir la alegría que nos invadió a todos… bailamos, pusimos música, fuimos a proa, bailamos más, nos hicimos fotos y nos pedíamos los prismáticos como si tuviéramos que corroborar personalmente que delante de nosotros hubiera tierra y luces y palmeras, muchas palmeras, y coches y personas. Finalmente brindamos y celebramos nuestra llegada hasta que el silencio se adueño progresivamente de todos y contemplamos el verdor caribeño, las montañas, los barcos fondeados y, por supuesto, pasado un rato, la carta de navegación para seguir el balizamiento y poder llegar hasta el puerto que habíamos elegido: Marina du marin.

Una vez allí y una vez y solucionados todos los trámites nos dirigimos como lo haría un sediento si viera una fuente de agua potable a ducharnos -quizá la segunda mejor ducha de mi vida-, a buscar un wifi, a comer algo sabroso… y, en mi caso, a enterarme de cómo llegar al aeropuerto porque tenía ganas de regresar a mi día a día, que me parecía mil veces más paradisíaco que aquel paraíso verde y de aguas turquesas al que habíamos llegado.

Me siento muy agradecido a la vida por permitirme cumplir un sueño, por permitirme hacerlo cerca de un equipo de personas tan extraordinario, por hacerlo sin ningún accidente pero sobre todo porque regresar de esta travesía me ha permitido recordar aún con más intensidad lo afortunado que soy en mi día a día y todo lo que me gusta esto de estar vivo… ¡Me gusta mucho de hecho!

A veces tomar distancia nos permite recordar lo extraordinaria que es nuestra cotidianidad y nos permite saborearla de una forma nueva, como de primera vez. Tomar distancia me ha permitido reestrenar mi vida con olor a nuevo, con agradecimiento renovado y con una ilusión de primerizo… Tomar distancia me ha servido también para recordar que importa poco o nada donde viajemos porque siempre, y sin excepción, nos encontraremos con lo único que podemos ver en cualquier lugar y momento: a nosotros mismos.

Sergio Fernández

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